Mucho más cerca de lo que imaginamos tenemos a nuestro alcance multitud de posibilidades de salir de la rutina y la monotonía propias de una pequeña ciudad provinciana como la nuestra. Viene esto a cuenta de la pequeña excursión que tuve la ocasión de realizar a la hermosa villa de Gádor acompañado de mis dos hijos de muy corta edad, con el tren como medio y protagonista a la vez.
Lamentablemente, la configuración de los horarios de RENFE desde Almería no hace viable realizar el trayecto de ida y vuelta íntegramente en tren, por lo que es obligado optar por el desplazamiento a Gádor en coche, para una vez allí coger el Regional de la tarde procedente de Granada, que nos trae hasta la capital, para regresar de nuevo a Gádor. Previamente, hemos tenido tiempo de pasear por tranquilas y cuidadas calles que nos llevan hasta la majestuosa iglesia parroquial del siglo XVIII, barroca y neoclásica. De camino hacia la estación nos deleitamos con el espectacular paisaje que nos brinda el contraste entre el exuberante verdor de los naranjos, encajonados a ambos lados del río, y la aridez de las montañas que los rodean.
El pequeño edificio de la estación conserva el atractivo de la arquitectura tradicional almeriense, con un excelente grado de conservación, a diferencia de lo que ocurre con la vecina de Huércal-Viator. Una curiosa placa (gemela de la que podemos ver en la estación de Almería) recuerda las actividades de conmemoración del centenario de la línea del Ferrocarril Linares-Almería, recientemente llevadas a cabo por ASAFAL, la Asociación de Amigos del Ferrocarril de Almería. A juzgar por la cara de extrañeza del Jefe de Estación ante la inesperada visita de tan extraños turistas, a muy pocos bichos raros se nos debe haber ocurrido una excursión similar, pese a la gran cercanía y lo irrisorio del precio del billete. Una vez en el andén, el paisaje y la arquitectura ceden su protagonismo al tren, ese caballo de hierro que durante siglos lleva despertando la admiración de pequeños y grandes, fanáticos o simples aficionados.
Cuando el automotor diesel asoma majestuoso por la curva, rechinando las ruedas sobre los raíles, las pequeñas caras de los niños son todo un poema, una mezcla de sorpresa, admiración y temor, convertidas en curiosidad infinita al subir al tren por primera vez en sus cortas vidas. Pese a que el tren viene casi lleno, lo que no deja de ser una buena noticia en los tiempos que corren, tenemos la suerte de ubicarnos justo detrás de la cabina de conducción, pudiendo contemplar el panel de mandos y la excepcional vista de la que goza el maquinista. A cada silbido del tren y a cada túnel que atraviesa, la magia del ferrocarril parece calar en los jovencísimos viajeros, cada vez más entusiasmados.
Durante apenas quince minutos de viaje acompañamos al Andarax en su tramo final, contemplando Rioja, Benahadux y Pechina desde un plano mucho más favorecedor, con multitud de pequeños cortijos, y algunos invernaderos que rompen el espléndido paisaje. Al llegar a Huércal parte del encanto se desvanece, y solares desolados se alternan con instalaciones industriales, e incluso con una granja de avestruces. Por fin llegamos a la soberbia estación de Almería, joya de la arquitectura del hierro, sustituida funcionalmente por la nueva estación intermodal, ofreciendo la curiosa perspectiva de los andenes compartidos por trenes y autobuses, antaño enemigos y hoy compañeros de modernas instalaciones. Tras una breve parada de media hora, el tradicional silbato y la bandera roja vuelven a dar vía libre al popularmente conocido como “tamagotchi”, que nos lleva de vuelta, con no poca pena, a la coqueta estación donde iniciamos el viaje, entre naranjos y casitas blancas. Por cierto, ¿qué ha sido del viejo y pintoresco molino rojo que había a la salida del pueblo?. Para terminar, ya sólo queda pensar en el próximo viaje (Gérgal, Fiñana, Guadix…).
De la misma manera como recuerdo el antiguo paso a nivel de Los Molinos, adonde mi padre me llevaba muchas tardes a ver el paso del tren cuando apenas contaba con tres o cuatro años, confío en que este y sucesivos viajes hagan nacer en mis hijos el amor al tren, y la lucha en defensa del mismo. Por desgracia, cuando alcancen su mayoría de edad quizá ya no pare tren alguno en Gádor, ni siga en pie su preciosa estación, o ni siquiera quede más tren en Almería que el tren del miedo de la Feria. De nosotros depende ahora.
Mario López Martínez